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Category: Life

Lo barato sale caro: Los dispositivos inteligentes versus la naturaleza humana

           ¿Cómo es posible conducir en una isla tan diminuta como Puerto Rico y depender del GPS para llegar a los mismos lugares que uno ha visto toda su vida? Quizás mis mudanzas han sido excesivas, pero sin enviar un pin, hay panas que no son capaces de caerle a mi casa. No me excuso de tal comportamiento: no tengo memorizadas casas que he visitado con redundancia. 

            Para ejercer la independencia de los dispositivos inteligentes, dejé, una tarde nublada de      enero, el celular en mi apartamento. Me dirigía a la casa de Lole, amiga y parte del equipo de La Tarima, el cual precisamente se reunía para discutir el entonces-inminente quinto volumen con RaiNao. Basta con decir que tuve que preguntarles, a dos peatones, las direcciones que previamente anoté en un Post-It; y hasta le tuve que pedir, de prestado, el teléfono a uno de ellos. Lo usé para llamar a Lole, cuyo número también anoté en el mismo Post-It (por si acaso (que sí, fue el caso)). 

            Logré llegar a casa de Lole esa tarde nublada de enero, pero a partir de ella, sigo llevando mi celular a todos lados. Aunque entiendo que está bien y que soy producto del siglo XXI, me entristece la incapacidad que todos sufrimos a raíz de nuestra dependencia de dispositivos inteligentes. Nos hemos acostumbrado a la inmediatez, a tener todas las respuestas en la punta de nuestros dedos y a la conectividad disponible las 24 horas. El precio de la comodidad fue la sobreestimulación; el de la inmediatez, la paciencia; el de el infinito acceso al conocimiento, la falta de entendimiento y profundidad genuinos. Si, en este análisis, queremos creer en valores morales, todo apunta a que el reino de los dispositivos inteligentes intensificó cualquier mal o bien que existía. Ejemplo: la humanidad siempre tuvo la ansía de recibir una respuesta tras enviar un mensaje. Podían ser meses para que un recado llegara de punto A a punto B---las palomitas mensajeras no gozaban de GPS. Poco a poco, el tiempo de espera fue menos; de cartas a telégrafos, de llamadas telefónicas desde el celular de casa hasta su recibimiento donde y cuando sea. Antes, esperaban la carta, esperaban la llamada, aunque tomara tiempo que queríamos acelerar. Ahora, esperamos el texto, y como, en teoría, podríamos responder de inmediato, es del todo posible que, a la espera cotidiana, se le añadiera un elemento de ansiedad antes inexistente.

            Perdimos, más allá de la paciencia, partes clave de nuestra inteligencia emocional e intelectual. Darles inteligencia a dispositivos vino a costa de nosotros retenerla. Solo entender el sobreuso (o abuso) de inteligencias artificiales, como Chat GPT, entre sectores multigeneracionales apunta a una aterradora conclusión: más y más a menudo, depositamos nuestra confianza e intentos intelectuales en el banco con tasas más altas de interés---Big Data.

            Y no es nuestra culpa. En papel, los dispositivos inteligentes suenan como lo máximo. De hecho, si se le fuera a enseñar FaceTime a un niño victoriano, no tendría de otra que aceptar el fenómeno como prueba irrefutable de la magia. Hasta atribuiría parte del éxito de los dispositivos inteligentes a su inherente capacidad de asombrar. "¿Entonces, funciona tocándole la pantalla?" "¿Le pongo cualquier pregunta, y ChatGPT me responde en segundos?" "Qué chévere, se conecta por algo que se llama Bluetooth, pero ¿qué carajos es eso?" Empezamos con palitos y piedras, y terminamos con la Internet---sin lugar a dudas, el ser humano no puede ser acusado de falta de ingenio.

            A todas estas, nuestro propio ingenio es igualmente nuestra mayor fuerza como nuestro fallo más colosal. Creamos herramientas que nos ayudan al día a día, nos conectan con seres queridos y facilitan tareas que, en otro momento, quizá ni serían posibles (como tomar fotos sin una cámara). La demanda por esas herramientas hizo del Internet y las redes sociales un terreno fértil para una economía digital, sustentada a través de datos vendidos y publicidad imparable. A no ser que un DeLorean con un flux capacitor esté funcionando por ahí, es imposible vivir como antes: salir sin que nadie tenga acceso a tu ubicación, ni manera de contactarte; buscar un papel y un lápiz cuando se necesita apuntar algo en vez de abrir la app de Notes; comprar tu música selectivamente en vez de suscribirse a un servicio que te lo da todo... Desde el primer día que los dispositivos inteligentes nacieron, la sobredependencia en ellos fue cuestión de esperar a que el efecto bola de nieve se desarrollara hasta avalancha.

            Lo simple (la espera, la individualidad desconectada, la privacidad) es cosa del pasado. Si alguien no está en Instagram, hay quienes dirían que prácticamente no existe. Cuando nos equivalemos a la imagen que presentamos en las redes sociales, ¿dónde queda quienes somos en la realidad, fuera de la pantalla? Recordemos el caos que la amenaza de la eliminación de TikTok en los Estados Unidos despertó; les tenemos miedo al aburrimiento, a la ausencia de estimulación. Una cura es el estímulo intelectual, pero a raíz de la inteligencia artificial, de la cual poco a poco nos convertimos más y más dependientes, esa intelectualidad se está reemplazando con una pesudointetectualidad. 

            Pero hay otras curas; aunque sean pequeñas, sus efectos pueden ser radicales. Depender más de medios físicos, como los DVDs, CDs, vinilos y reproductores MP3, por ejemplo, pueden ayudarnos a concentrar más de nuestra atención en la cultura que verdaderamente atesoramos. Al activamente seleccionar nuestros gustos, creamos conexiones más genuinas con el contenido que consumimos en vez de quedarnos en un bucle de algoritmos curados por plataformas como Spotify o Apple Music. Además, regresar a la lectura como pasatiempo restaura nuestra concentración, ayudándonos a sumergirnos en un relato por completo en vez de estar mirando Reels por horas. Vivir en un espacio físico y entrar, de vez en cuando, al mundo digital termina curando más nuestra alma sobreestimulada por la inmediatez.

            Sí, quizás hemos pasado el punto de no retorno con cosas como el GPS y la conexión constante, pero parece que desconectarse un rato siempre será, para nuestro cuerpo, como beberse la última Coca Cola del desierto.


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