Parte I
Había una librería normal y corriente en la que yo trabajaba de tres a nueve de la noche los días de semana. Era una librería pequeña, intrascendente, a penas capaz de mantenerse a pie, que ni llegaba a un par de clientes por hora. Yo ganaba un sueldo normal y corriente; me permitía lujos normales y corrientes; y llevaba una vida normal y corriente. Pero para un hombre con la sed de aventura y acontecimientos emocionantes como yo, "normal y corriente" no era suficiente, y pasaba las horas alargadas pensando en lo que algunos llaman musarañas; yo, sueños aún no hechos realidad con personas que aún no había conocido.
Me entretenía mirando a los pocos clientes que entraban a la librería. La clientela solo consistía en unos señores viejitos que, al fin y al cabo, solo miraban las estanterías por un tiempo corto, tratando de leer la letra pequeña de algunas páginas, rindiéndose más temprano que tarde. Me daban una dulce sonrisa cuando salían por la puerta principal, como si me estuvieran pidiendo perdón por no comprar ningún libro. Visitaban la librería, ademas, varias madres para comprarles a sus hijos libros que necesitaban para la escuela. Ellas no me daban una sonrisa cuando salían, como si me estuvieran dejando saber que tenían prisa por irse de semejante sitio como este. Solo hubo una clienta que me llamo la atención.
Eras tú.
Te vi, por primera vez, mientras tus ojos rebuscaban entre los títulos de libros en la sección de misterios y novelas policíacas. No me llamó la atención la manera en la que la cálida luz del sol que penetraba por la ventana se posaba en tus ojos color miel; ni tu largo, largo pelo castaño que, aunque no estuviera totalmente desenredado, caía con gracia en tu espalda. No fueron los lunares esparcidos por tu desmaquillada cara que formaban constelaciones más preciosas que cualquier galaxia en el espacio. Ni fue como tu joyería arropaba tu piel, un poco quemada por el sol. Me llamó la atención el hecho que estuviera ahí una mujer de tu encanto en una librería de su frivolidad, que unos dedos acariciaran los libros de tapa dura y blanda con ese mismo interés, ese compromiso. Pasmado y embobado, me quedé observándote detrás de la caja registradora. No me sentía como si mis ojos tuvieran el derecho de contemplar semejante belleza: la vista de los rayos potentes y frágiles del sol calentando las estanterías de madera vieja y un poco deteriorada, creando sombras abstractas que se pintaban en el suelo baldosado en el cual tus pies estaban posados. Estabas parada ahí tú, con ese vestido blanco y suelto que hacía un contraste tan placentero contra tu piel bronceada. No había percibido tal escena antes. Me sentía afortunado, endeudado con el destino por darles a mis ojos un privilegio como este.
Tan grande, fue mi asombro, que mis manos no pudieron resistir. Cogieron la cámara digital que tenía en un cajón cercano para tomarte una foto. Sinceramente, mi cerebro no se enteró de lo que estaban haciendo mis manos, como si la acción se hubiera escabullido de mi consciente, sabiendo que, si fuera a enterarme de lo que estaba haciendo, haría que mis dedos pusieran la cámara devuelta a su sitio. Pero mis manos fueron sigilosas, lo hicieron a escondidas como unos niños haciendo diabluras detrás de las espaldas de sus padres, y puse la cámara más cerca a mi cara para ver bien por el visor. Ajusté el enfoque a la perfección, e hice que mis dedos apretaran el botón metálico. Fue ahí que el obturador hizo que la visión por el visor se convirtiera negra, y fue justamente cuando se abrió de nuevo que vi que ya me mirabas fijamente. Tenías una sonrisa curiosa, confundida, pero, sobre todo, encantadora. Antes de que pudiera pedirte perdón, te acercaste a la caja registradora con un libro en la mano, lista para pagar, y me dirigiste la palabra con esa voz, que parecía, más bien, una melodía dulce.
-- ¿Cuánto le debo --? Sonreí. Tú sonreíste también. ¿Ya habríamos tenido las mismas cosas en mente? ¿Tan temprano?
Antes de contestar tu pregunta, te pedi perdón por la foto. Te dije que se veía muy preciosa la luz de la tarde, que parecías muy pintoresca. Que si querías, la borraba.
-- No se preocupe. ¿Cuánto le debo?
Cogí el libro que comprabas. Era de tapa dura, de un color azul marino, con unas letras en mayúscula que deletreaban, en un oro resplandeciente, el título: El perfume, de Patrick Süskind.
-- Son veintiséis euros.
-- Vale, se los doy ahora.
Empezaste a rebuscar entre tu carterita de paja, ya un poco gastada, pero que todavía conservaba un encanto artesano. Complementaba tu ser a la perfección. Tardaste un poco en encontrar el dinero.
-- No te preocupes. La casa invita. Y no tienes que tratarme de usted.
Me miraste con esos ojos bonitos. Tenías una mirada tierna, unos ojos tipo Bambi grandes, curiosos y capaces de hacer que cualquiera digno de verlos se ruborice.
-- Muchas gracias.
Cogiste tu libro, me regalaste una sonrisa, y te la devolví. Pero una vez empezaste a girarte hacia la puerta principal para salir de la librería, mi sonrisa y los hoyuelos que me salían se esfumaron. Pensaba que ya había una conexión entre nosotros, que ya estaba nuestro destino grabado en piedra. Mis sentimientos se enfurecieron, pero mi mente rápidamente pensó en un remedio, un remedio que quizás era capaz de poner todo de nuevo en su curso. Abrí la boca para decir unas palabras.
-- ¿Cómo te llamas?
Tus piesa pararon de andar. Ya estabas a punto de salir. Tenías una de tus manos en el tirador de la puerta, lista para seguir con tu día para cerrar este capítulo de tu vida. ¡No! Esta parte... esta parte de tu vida, que ni siquiera constituye como un capítulo por su falta de envergadura. No obstante, a segundos de salir por esa puerta, te detuviste. Mi corazón brincó de la alegría. Estaba seguro que esto significaba que mi plan estaba, de nuevo, en marcha. Giraste tu cabeza, y me deleitó tu rostro. Por fin, hablaste.
-- Mi nombre es Soledad.
-- Soledad--, repetí yo, bajo mi aliento, con una sonrisa incontrolablemente grande. Miré hacia abajo para que no se notara tanto la expresión en mi cara. (Me imaginaba que se veía un poco maniática.)
Pero justamente cuando alcé mi mirada hacia arriba de nuevo, no estabas. Solo dejaste el rastro de tu dulce recuerdo grabado en mi memoria. Y, por supuesto, en mi cámara digital. Mis manos frenéticamente buscaron esa cámara, esa cámara que me permitía tener un rasgo inmortal de un momento que, de lo contrario, sería finito.
La foto era perfecta. Los tonos acalorados traspasaban los límites de las dimensiones de la cámara, y hacían que se me calentara el corazón. Sonreí al poner el tiempo que estuviste en mi presencia en repetición, como un disco rayado. Recordé tu habla, la voz que salía de esa boca tan bonita, esa boquita con la que todo lo que decías sonaba agradable.
Y así me pasé el resto del tiempo en la librería: pensando en ti, fantaseando contigo, sabiendo que algo entre nosotros ocurriría, tarde o temprano. Volverías tú a esta librería, y te estaría esperando. Pensaba conversar contigo sobre todos esos libros que seguramente habías leído, todos los clásicos, los grandes, esenciales. Me dabas la impresión de filósofa, de sofisticada, intelectual. Ya, me imaginaba yo que te habrías leído Homero, quizá un poco de Platón y Sócrates. No eras como las otras personas que no se atrevían a escribir anotaciones en los márgenes de los libros. Seguramente, tenías tú los dedos manchados con la tinta negra del bolígrafo con el que apuntabas tus pensamientos. Probablemente, no usabas un lápiz precisamente por la misma razón que otros lo prefieren ante la tinta: porque los humanos comentemos errores, y con un lápiz, serías capaz de eliminar esas equivocaciones. Equivocaciones que, al fin y al cabo, son igual de importantes que los aciertos.
Todas estas cosas pasaban por mi mente hasta después del cierre de la librería, hasta después de llegar a mi modesto apartamento, hasta después de quedarme dormido. Hasta vivías en mi profundo subconsciente. No me dejabas tranquilo.
Y tampoco quería que lo hicieras.
Parte II
Estoy seguro que causé la misma impresión yo en ti el primer día que nos vimos. Tiene que haber sido porque no hubiéramos llegado a donde estamos ahora si no fuera así.
Tú regresaste a la librería esa misma semana. "Vengo a por otro libro", dijiste tú, traviesa que eras. Ya sabía yo que venías por mí. Que si yo te podía recomendar otro libro. Claro que puedo. La verdad es que yo tengo varias recomendaciones. ¿Ah, sí? Pues sí, fíjate bien. Salgo a tal hora del trabajo, ¿qué te parece encontrarnos en una barrita. ¿Nos encontramos ahí luego? Sí, sí... pero ¿y tu nombre? ¿Cómo te llamas? Mi nombre es... bueno, podías llamarme lo que te placiera, lo que te apeteciera.
Y el resto de las horas que pasé trabajando, solo pensaba en hacerte compañía, Soledad. Eventualmente, llegó la hora que tanto esperaba. Te encontré ahí sentada, calmadita, leyendo el libro que tan generosamente te di el día anterior, vestida con unos vaqueros desgastados de cintura baja, de un color azul claro, como el cielo despejado. Una blusa blanca y suelta, tenías puesta, de un estilo similar al vestido de cuando te conocí. No me notaste acercarme a la mesa. Estabas muy sumida en tu lectura, y además, soy sigiloso por naturaleza. Pero dije "hola", e inmediatamente, incorporaste tu cabeza, mostrándome tu sonrisa. Me senté, cerraste tu libro, y conversamos por horas.
Hubo algo entre nosotros, sé que lo notaste, lo sé yo que lo notaste desde ese primer momento en el que te vi. Sé que lo notaste porque regresaste, y solo regresaste porque yo también anduve sumido en tus pensamientos. Y esa conexión solo aumentó después de habernos tomado ese vinito en la barra. Luego, nos encontramos más a menudo, casi todos los días. Hasta hablábamos por teléfono regularmente. te fotografié más con mi cámara, esta vez con tu consentimiento. Ya que tenías un lugar especial en mi corazón, creé un lugar especial en mi cámara solo para ti: una carpeta con todas las capturas que tenía de ti. La nombré "SOLEDAD". Así mismo, con mayúsculas y todo.
Éramos felices por mucho tiempo. Cada día que pasaba, lograba conocerte un poco mejor. Ay, Soledad, sol de mi alma, que te gustaban Camarón de la Isla y Lola Flores, y bailabas, y cantabas flamenco, que tenías esa vocecita, ese acento, que te me comías todas esas letras cuando lo único que quería comerme yo eras tú a besos.
Pasaron las semanas. Hasta me llevaste a conocer a tus padres. Aunque al principio no creo que aprobaran nuestra relación (especialmente tu papá), creo que finalmente termine agradándoles. Yo no te podía presentar a mis padres, pero te enseñé fotos de ellos. Sonreías al ver mis fotografías de joven. "Ay, pero mira al payo de pequeño...", dijiste tú, y me besaste con un poco más de dulzura que la que normalmente tenían nuestros besos. Y te lo devolví yo con más dulzura, y pensaba que esa era tu manera de decirme que querías algo más que un beso, y eso pensaba darte porque también lo había estado queriendo yo, que había estado en mi mente.
Y planté esos besos por tu cuerpo, y te agarré, clavando mis uñas en tu piel. Te hacías la difícil, ¿a que sí?, te hacías la que no quería. Me decías que no, me decías que parara, y te contestaba que sí, que seguiría, pero no sabía por qué te hacías la difícil, que hasta casi me hiciste daño, traviesa que eras, pues sabía que lo que querías era que siguiera. Me golpeabas un poco, pero solo te agarré más fuerte, mis dientes se clavaron en tu labio, y saboreé tu sangre, que corría como el riachuelo que salía que tus ojos, no como la corriente que manchaba la blancura de las sábanas. Y aunque quisiéramos seguir, eventualmente me acomodé, y me acosté en la cama, satisfecho, abrazado a tu cuerpo, que todavía temblaba. Te sentí escapar de mis brazos, escuche tus pies desnudos salir de la habitación, pero yo estaba demasiado cansado para seguirte (ni con mis ojos). Entonces, me quedé dormido.
Desgraciadamente, no por mucho rato pude dormir. No pudo ser porque sentí un fuerte y puntiagudo dolor detrás de mi cabeza, y escuché un llanto familiar. Giré mi cabeza, y te vi sobre mí, desnuda todavía, aguantando la base de la lámpara que tenía mi mesa de noche con tu mano derecha, salpicada del mismo color que había en el interior de tus muslos. Sí, te miré, y me sentí traicionado, pero no pude decir nada de nada, es que físicamente no podía, no podía, no podía...
Y dolía más verte así como estabas que mi cabeza, dolía tanto que tuve que apartar la mirada. La aparté hacia el techo, y me propuse pasar el rato corto que sabía que me quedaba pensando en las fotos que te tomé, en esa carpeta "SOLEDAD", esa mismita, pero también dolía eso, y me di cuenta que simplemente era que no podía pensar en ti.
Entonces, pensé en las otras carpetas que tenía guardadas en esa cámara, las que se llamaban "DOLORES" y "ALMUDENA", también "MACARENA", "INÉS", "TRIANA", pensé en "CAYETANA", "LUNA" y "MAR";
pero sobre todo, me consolé sabiendo que, en esa cámara, vivirías tú y todas las demás
eternamente
a pesar de mi muerte.
Comments
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𝔄𝖓𝔤𝖊𝔩_𝓭ℯ𝔂
me encanto, muchas gracias por haber escrito esto tan lindo.
Gracias por leerme.
by Caridad Álvarez; ; Report