Minecraft

Cuando compré Minecraft, lo jugué por primera vez en mi antiguo celular, una papa que se calentaba casi a los diez minutos de empezar a jugarlo, pero me divertía bastante. Recuerdo que busqué una montaña alta, justo en frente de un pequeño río y rodeado de vastas llanuras. 

Me gustó, ya que siempre he sido aficionado de vivir en cavernas y cuevas, lugares cálidos y húmedos, y seguros. Construí mi casa, dos grandes habitaciones conectadas por un pasillo; uno para la zona de crafteo, y otra que era mi cuarto, con un gran ventanal que daba directo al río. Era mi hogar, mi genuino hogar, donde descansaba después de cada día de minar y cosechar. Después de eso, construí pequeños faros que conducían a los lugares más importantes, una mina grande o un portal al Nether. Tuve un caballo, no recuerdo de qué color. 

Sin embargo, nada me llenaba más que esa casa. Sin embargo, cómo siempre me sucede, me aburrí del juego y lo dejé ahí. Pasó el tiempo, y cambié de celular, y con él, se perdió mi mundo. No lo extrañé, de hecho ni pensé en eso; en cambio, volví a descargar el juego y cree un mundo nuevo. Desde entonces he jugado en más de diez o quince mundos, los últimos siendo bastante aburridos. 

Es como que si ya he hecho todo lo que podía hacer ahí: construir una casa, encontrar una mina, crear cultivos, cazar, pescar, explorar el Nether, explorar estructuras, dormir, construir una segunda casa...

Y en verdad, amo Minecraft. Es un juego que me enseñó lo valioso que es tener paciencia para conseguir las mejores cosas. Es mucho más satisfactorio comer de aquello que tú mismo cultivaste; más satisfactoria dormir en una casa que tú mismo construiste; sentarse y observar el atardecer en una casa propia. 

Pero para todo pasa el tiempo, y con el tiempo tus gustos cambian y cambias tú también. Ya no siento lo mismo con Minecraft, lo intenté de vez en cuando para buscar esas emociones otra vez, sin resultado. 

Lo más seguro es que deba dejarlo por un par de años, y jugar otros juegos.