Preparé una cena mental con todo incluido. Ya estaba completamente planeada.
Tenía que comprar la carne, la salsa, la ensalada, un plato y las servilletas.
Entonces fui al lugar de siempre, a la carnicería de la conquista segura y compre la que ya sé que es una carne jugosa, una carne que al calentarla emite un olor exquisito y que al comerla, de inmediato quise atragantarme por su sabor, uno, dos o tres bocados no eran suficientes para el hambre que cargaba, pero después del primero ya no sentía deleite.
Por supuesto que le puse la salsa que compre en la tienda del lado a la carnicería, porque ya sé que sin la salsa, la carne no sería nada, era el empuje del placer, el motor de ese plato.
La ensalada fue adicional, el carnicero dijo que me daba un buen puñado por ser una dama. Esta comida suele ser un buen acompañante, pero esta vez no tuvo gran trascendencia cuando la mastiqué, supongo que estaba vieja, supongo que no tenía magia. ¿Para qué me daba de más si no iba a consumirla toda?
Además, compré un plato que estaba bien elaborado, preciso para servir mi carne un par de veces, luego lo tiré para que lo encontrase otra alma con hambre.
Adquirí un paquete de servilletas, que eran imprescindibles, tuve que llevarlas a la cocina y usarlas mientras me alimentaba como un animal, si no las hubiese tenido, ¿cómo habría podido ocultar que me había dado un gran banquete a escondidas y sin compartirle a nadie más?
¿O cómo habría podido disimular que estaba llena de pecado, que había tenido un episodio de gula emocional?
De todas formas, luego tuve que disimular lo mucho que me dolía el vientre, lo mucho que me ardía la garganta, porque, debo admitirlo, no fue solo un trozo de carne, fueron cuatro. Y por otro lado, la ensalada me había caído muy mal hasta el punto que el agua me daba tanto asco que no podía beberla.
Fingí que todo andaba bien, nadie podía enterarse de lo que había hecho. Pero solo yo me conozco lo suficiente para ver los signos, incluso cuando sé que los que me rodean lo han hecho antes, es por ley que cada persona que se atraca tiene su manera y la mía estaba llena de control disfrazado.
El autocontrol, ese era mi don y mi condena. Si no lo tuviera, no me hubiese atrevido a caer tan bajo, a ser tan egoísta. Pero ya estaba hecho, y aunque vomitase, no cambiaría nada pues todo lo que comí ya estaba en mi sangre y en mi cerebro atestado de estupidez y locura.
Y no pude hablar, no pude comunicar. Mentí con mis ojos y mi boca, mentí con mi cuerpo y mi vocecita. Mentí ante un cómite.
Pasé un par de días indigesta. No quería más carne, ni siquiera más salsa. Tan solo quería morirme, arrancarme el corazón y quemarlo como al de una bruja porque ya me había convertido un ser tan despreciable, demoniaco y sucio que no merecía nada más que arder.
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