En la penumbra de una noche lluviosa cubierta de espesa niebla, ahí estaba yo sola, varada en medio de una carretera sin principio ni fin; no tenía la más remota idea de cómo llegué ahí, tampoco sabía qué era lo que estaba haciendo antes de encontrarme en aquel sombrío lugar.
Solo recuerdo que estuve caminando segundos, minutos, horas, hasta que se convirtieron en días, y aún seguía siendo de noche. La niebla no se iba; la lluvia se había convertido en un torrente, pero no parecía afectarme en todo el extenso tramo que caminé. No me sentía cansada, no tenía hambre, sed, ni siquiera sueño, solo seguía caminando sin mirar atrás, pues algo en mi interior me decía que no debía hacerlo. Llegó un momento en el que perdí la cuenta de los días que estuve caminando; parecía que esa calle no tenía final alguno y que me encontraría vagando ahí por el resto de mi vida. Pero finalmente llegué a un límite, por así decirlo, pues al final de aquel trayecto no me encontré más que un abismo profundo, más oscuro que las sombras. Al mirarlo, sentí como si una mirada gélida me estuviese arrastrando hacia él. Era en ese punto donde me estaba debatiendo entre saltar al vacío o volver hacia atrás, haciendo caso omiso de mi advertencia interior.
Sin más opción, opté por la segunda alternativa. Sin duda, un gran error de mi parte, pues al darme vuelta no encontré ni oscuridad ni luz; no había niebla, no había más que la nada misma. Entonces fue ahí cuando sentí una horrible sensación, un escalofrío que corría por mi espalda, y escuché un susurro detrás de mi oreja:
—No voltees la cabeza de nuevo —dijo una voz ronca y siniestra.
Quedé estupefacta y sentí que perdía todos mis sentidos; mis ojos se dilataron, y no podía hacer más que quedarme parada allí, sintiendo ese horrible escalofrío que no cesaba nunca. Lo peor era que sentía a aquella cosa respirar en mi oído, una respiración horrible e inhumana. Traté por todos los medios de controlarme, de mantenerme tranquila; sabía que si no me daba vuelta estaría a salvo, pero pasaron las horas, y no pude contenerme más.
Me di la vuelta y me encontré sentada en mi silla con un libro en la mano. Suspiré de alivio pensando que todo aquello no fue más que un horrible y extraño sueño. Estaba a punto de levantarme para dirigirme a la cocina, pero fue imposible, ya que seguía tan inmóvil como cuando sentí el susurro de aquella cosa.
—Te dije que no te dieras la vuelta; ahora vas a tener que pagar las consecuencias —me dijo, llena de enojo.
Inmediatamente sentí unas filosas garras clavándose en mi cuello. El dolor era inexplicable; gemí de sufrimiento y traté de gritar para pedir ayuda, pero era imposible. Sabía que era mi fin. Las garras se clavaban profundamente con cada grito silencioso. Finalmente, las quitó y me dijo:
—No vuelvas a mirar atrás.
Abrí los ojos y otra vez me encontraba en la silla. Todo parecía estar igual; me miré en el espejo y no tenía cicatriz alguna, tampoco sentía dolor. A lo mejor, después de todo, sí era un sueño. Me dispuse a terminar mi libro, y quedé congelada con la oración final: "No vuelvas a mirar atrás." Ahí volví a sentir la horrible sensación de parálisis, y lo peor fue que escuché una puerta cerrarse detrás de mí, mientras oía el sonido de unos pasos que se alejaban. Era imposible que alguien más estuviera en la casa, pues estaba sola.
No me moví de mi silla en toda la noche ni miré hacia ningún lado; dejé mis ojos cerrados. Al día siguiente, me levanté para dirigirme al baño a lavarme la cara, y cuando me miré en el espejo la vi. Estaba detrás mío mirándome con una sonrisa horrible y unos ojos enojados y sangrientos. Todo se volvió oscuro; quise gritar, pero no pude. Me quedé sin voz, y mi rostro en aquel reflejo se perdió.
Después de esa mañana no recuerdo nada más, pues me encontré vagando sola en la penumbra noche oscura y lluviosa, cubierta de espesa niebla, en medio de una carretera sin principio ni fin.
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