Estoy castigada por algo que no fue mi culpa. Es pleno verano y yo estoy aquí, encerrada en esta casa. Puedo hacer casi cualquier cosa que quiera adentro del perímetro de la casa, pero no puedo salir de ella. Me pregunto qué se sentirá ser adulto y sentirse borracho de poder poniendo castigos absurdos solo porque pueden y ya.
Me unto aceite de coco para sentirme en la playa, aunque no pueda llegar más lejos que la esquina del patio. A veces me gusta acurrucarme en las esquinas de las habitaciones para sentir que estoy lo más alejada posible del núcleo, en el margen de los lugares, como si pudiera atravesar así alguna frontera imaginaria o real que me saque de estas paredes, esta casa, este sitio donde tengo que arreglármelas para existir en vacaciones. Lo más lejos que puedo llegar es esa esquina del patio. Con una escoba le quité las telarañas para poder acurrucarme en ella. Pongo mi oído en el vértice, no se escucha el mar, como pasa cuando acercas el oído a las caracolas, pero escucho un silencio fresquito. Imagino que es un espacio virgen de la casa, un lugar al que no llegan los gritos por las peleas absurdas por el control de la tele, no llega nada. Esta esquina del patio es un territorio nuevo, el punto más lejano al que se me permite llegar. Me instalo en ella y me siento como si me acercara a la luna. Es lo único que tengo. Ya sé, el encierro me está volviendo loca. Al menos he podido chatear con Emiliano, mi novio. No le he contado mi locura sobre las esquinas, no lo quiero ahuyentar, aunque creo que sólo le daría risa. Tal vez en el fondo no se lo he contado porque me gusta pensar que ese territorio virgen es solo mío. Como si hubiera descubierto una playa secreta, donde huelo a coco y escucho los ecos del pueblo a lo lejos, ajeno. Donde no estoy encerrada, donde ni siquiera soy yo.
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