Detesto las indirectas y todo lo que arrastran detrás. Puede sonar hipócrita, pero es la verdad, las detesto. No porque no las entienda, sino porque me obligan a sobrepensar demasiado. Las noto, claro que las noto, pero me niego a creer que estén dirigidas a mí. Prefiero pensar que son para otra persona, que es solo una coincidencia, una casualidad. Y aun así, si no lo fueran, entonces todo se complica. Porque empiezo a analizar cada palabra, cada pausa, cada gesto que la acompaña o cada canción. Intento encontrar un sentido oculto donde quizás no lo hay. Me enredo en esa necesidad absurda de entender lo que tal vez no tiene explicación.

Las indirectas de amor son una agonía para mi. No solo te invitan a pensar demasiado rápido, sino que también despiertan un torbellino de emociones, pintando escenas hipotéticas en tu mente. Cada frase ambigua, cada gesto que transita la delgada línea entre la amistad y algo más, se convierte en un suplicio delicado. 

Lo peor es que ya no sé si quiero tener razón en sí estas indirectas son para mí, o si lo que entiendo es realmente el significado. Porque si la tengo, significa que alguien realmente quiso decirme algo sin decirlo, y eso, por alguna razón, duele más que el silencio. Duele porque seguramente no tendré la certeza de lo que realmente me quiso decir.

Y ahí está lo irónico: me molesta algo que yo mismo he hecho. He lanzado indirectas esperando que alguien las entienda, deseando que lean entre líneas lo que no me animé a decir en voz alta. También he dejado mensajes en esas miradas, en silencios que decían más de lo que debían. Quizá por miedo a no ser correspondido, o por no arruinar algo que ni siquiera empezó. Supongo que por eso entiendo a quienes lo hacen. Las indirectas están guiadas por el miedo: el miedo a ser rechazado, a quedar expuesto, a no decir las cosas de frente, a decir demasiado y arrepentirse después.

Así que sí, las detesto, pero al mismo tiempo las comprendo. Porque detrás de cada indirecta hay alguien intentando decir algo sin romperse del todo.