Llegué al punto del abismo,
me abrí el estómago sin temor,
ofrecí mis entrañas al aire
como quien da su último amor.
Llamé a los cuervos con un grito,
¡Vengan! ¡devórenme sin piedad!,
que al menos su pico afilado
me regale algo de verdad.
Pero no bajaron del cielo,
me ignoraron con su mirar,
y entre sollozos les rogué:
¡tómense este dolor sin dudar!
Ni siquiera el cuervo más negro
posó sus alas sobre mí,
y comprendí que hasta el hambre
prefiere huir de lo que hay aquí.
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