En un pequeño pueblo costero, donde el sonido del mar nunca dejaba de acompañar a los habitantes, vivían dos jóvenes llamados Clara y Samuel. Ambos habían crecido en esa tranquila localidad, pero, a pesar de estar cerca, sus caminos nunca se habían cruzado hasta aquel otoño.
Clara, una chica de cabello largo y oscuro, había regresado a la ciudad después de varios años en la capital, donde había estudiado arte. A pesar de su éxito en la gran ciudad, no podía evitar sentir que algo faltaba en su vida. El regreso a su pueblo natal fue una decisión de redescubrirse, de encontrar paz en medio de los recuerdos de su niñez.
Samuel, por otro lado, era un joven que se había quedado en el pueblo. Su vida había estado marcada por la familia, los campos de cultivo y la sencillez de la vida rural. Había perdido a su madre cuando era un niño, y su padre había sido una figura distante y llena de trabajo, por lo que aprendió desde joven a ser autosuficiente.
El destino los unió en una tarde lluviosa de octubre. Clara, paseando por la orilla del mar, encontró a Samuel reparando las redes de pesca en un pequeño cobertizo. Ambos se miraron por un instante, como si las almas se reconocieran, aunque no sabían por qué.
La conversación comenzó tímida, pero pronto fue fluyendo entre ellos, como si se conocieran desde siempre. Samuel le habló del mar, de las tradiciones del pueblo, de las estrellas que solían brillar en las noches despejadas. Clara, en cambio, le contó sobre sus estudios en la ciudad, sobre las galerías de arte y los cafés llenos de personas que hablaban de cosas ajenas a la tranquilidad de su hogar.
El otoño fue testigo de un amor que crecía lentamente, como las hojas doradas que caían de los árboles. Samuel y Clara se encontraron cada tarde, caminando por la playa, compartiendo historias, sueños y silencios. No había promesas de amor eterno, pero sí una conexión profunda y silenciosa, como si el destino los hubiera puesto en ese lugar y momento para recordarse lo que realmente importaba.
Pero, como todo en la vida, el tiempo jugó en su contra. Clara recibió cartas de su viejo amor en la ciudad, un escritor que la había esperado durante años, insistiendo en que regresara. Samuel, por su parte, sabía que su vida estaba en el pueblo, que las tierras de su familia necesitaban su cuidado y que no podía escapar de su deber.
Ambos sabían que su amor no era el tipo de amor que resistiría la distancia. Se dijeron adiós en una tarde gris de noviembre, bajo un cielo nublado, sin palabras grandiosas, solo el roce de las manos y un beso suave, como si fuera la despedida de un sueño que nunca debería haber terminado.
Los años pasaron. Clara regresó a la ciudad, continuó su carrera y su vida, aunque nunca pudo olvidar a Samuel ni las tardes de otoño junto al mar. Samuel permaneció en el pueblo, construyó una vida, pero su corazón seguía guardando el eco de aquel joven que se había llevado una parte de él.
Muchos años después, Clara regresó al pueblo, ya una mujer madura, con una familia propia, pero con una profunda curiosidad en su corazón. Al llegar, se encontró con un cobertizo abandonado cerca de la playa, donde solía estar Samuel. En la mesa del cobertizo, descubrió un viejo cuaderno de cuero con una dedicatoria escrita a mano:
"Para la mujer que marcó mi vida con su sonrisa y su amor, aunque el tiempo nos haya separado, siempre serás mi otoño."
Con lágrimas en los ojos, Clara entendió que, aunque el tiempo había cambiado muchas cosas, aquel amor seguía vivo en su corazón. El cuaderno era su propio diario de una pasión que nunca se había apagado. Y aunque la vida había seguido su curso, allí, en ese rincón del mundo, Samuel seguía guardando su amor en las palabras de un cuaderno olvidado.
Comments
Displaying 0 of 0 comments ( View all | Add Comment )