Crecí en un suelo que nunca me prometió nada. Entre el lodo y las grietas, entre el frío y la indiferencia, mi destino era levantarme sin saber para qué. Nadie me pidió que floreciera, nadie se detuvo a esperarlo, pero lo hice de todos modos, porque eso es lo que hacemos los que nacemos solos.
Cada día me extendí un poco más, con la esperanza de que alguien notara mis colores. Me aferré a la tierra con raíces débiles pero tercas, con la ilusión de que un rayo de sol fuera suficiente para llenar el vacío que el viento me dejaba en el pecho. Pero la vida no siempre es generosa. A veces, solo es un testigo mudo del desgaste, un escenario donde el tiempo arrastra el alma hasta convertirla en polvo.
Dimos todo. Una y otra vez. Dimos amor en tierras áridas, donde el cariño era un espejismo y la esperanza un castigo. Derramamos ternura en manos frías, en bocas que nunca dijeron "gracias", en corazones cerrados con cerrojos oxidados. Nos rompimos en pequeños gestos, en sacrificios invisibles, en silencios llenos de "te quiero" nunca respondidos. Nos vaciamos en la espera de un eco, de una señal, de una mano que nos sostuviera cuando ya no pudiéramos más.
Pero la verdad es cruel y certera: nadie nos pidió que amáramos. Nadie nos pidió que floreciéramos. Nadie nos pidió que siguiéramos de pie.
Y sin embargo, aquí estamos.
Nos entregamos al mundo con la pureza de quien nunca aprendió a protegerse, y el mundo nos devolvió la lección en forma de abandono. Nos convertimos en sombras en habitaciones llenas de gente, en notas de voz sin respuesta, en mensajes ignorados, en presencias que no hacen diferencia. Fuimos el segundo plato, la opción olvidada, la llamada que nunca devolvieron.
El alma se agota cuando la cuidas para otros y nadie la cuida para ti. Y un día, después de tanto dar, después de tanto esperar, algo dentro de nosotros se apaga. Nos convertimos en espectros dentro de nuestros propios cuerpos, arrastrando la existencia como una condena sin propósito.
Y entonces, el peso de existir se vuelve insoportable.
A veces fantaseamos con la idea de desaparecer. No como una decisión repentina, sino como una certeza que se ha ido formando con cada decepción, con cada noche sin compañía, con cada lágrima que nadie notó. Pensamos en el alivio de no sentir más, en la paz de no esperar nada, en la idea de ser olvidados porque, al final, ¿acaso alguna vez fuimos realmente vistos?
Nos imaginamos el final de mil maneras: una carta que nadie leerá, una despedida silenciosa, un adiós en la mente de quienes nos conocieron pero nunca nos entendieron. Nos preguntamos si alguien lloraría, si alguien se lamentaría por no haber hecho más. Pero en el fondo sabemos la respuesta: el mundo sigue. Siempre sigue.
Y quizá, algún día, cuando nadie esté mirando, nos dejaremos caer. No como un acto de cobardía, sino como un susurro de rendición. Como un último regalo al suelo que nos sostuvo, esperando que, aunque sea en la muerte, nos devuelva lo que nunca nos dio en vida.
Si ves una flor solitaria en el suelo, detente. No la dejes morir con la certeza de que nunca fue vista.
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