El cielo se incendia en tonos de púrpura y carmín, como un último suspiro del día antes de ser devorado por la noche. Mientras tanto, la ciudad sigue su curso: autos que pasan sin detenerse, luces de neón que parpadean indiferentes, cables eléctricos que dividen el firmamento como cicatrices invisibles. Es un momento de transición, un instante en el que todo parece ralentizarse y, al mismo tiempo, precipitarse hacia lo inevitable.
Hay algo profundamente melancólico en los atardeceres. Son un recordatorio silencioso de que todo es pasajero, de que incluso la luz más hermosa está destinada a desvanecerse. Nos encontramos en un mundo que nunca se detiene, atrapados en una rutina de movimiento perpetuo, y sin embargo, cuando miramos un cielo como este, algo en nuestro interior nos obliga a hacer una pausa. Es un instante breve, casi imperceptible, pero deja una huella, como una nostalgia de algo que nunca tuvimos del todo.
Tal vez por eso nos aferramos a ciertos momentos, a ciertas personas, a ciertos lugares. Queremos que duren, que sean eternos, pero la vida es movimiento, y el tiempo nunca se detiene por nadie. Como los autos que atraviesan la imagen, como las luces de la gasolinera que brillan solo mientras haya energía, todo lo que conocemos está en un constante ir y venir. Nos esforzamos por encontrar estabilidad en un mundo que, por su propia naturaleza, es inestable.
El atardecer es un recordatorio cruel y hermoso de la fugacidad de las cosas. Nos habla del paso de los días, de las despedidas inevitables, de los momentos que dejamos atrás sin darnos cuenta. Nos enfrenta con la verdad que intentamos ignorar: nada es para siempre. Pero quizás, en esa fragilidad, en esa transitoriedad, radique el verdadero significado de la existencia.
Si todo durara para siempre, perderíamos la capacidad de valorar lo efímero. Si el sol nunca se ocultara, si los días fueran eternos, ¿apreciaríamos realmente su luz? Tal vez la belleza del atardecer reside precisamente en su impermanencia, en el hecho de que solo tenemos unos instantes para contemplarlo antes de que se desvanezca. Como tantas cosas en la vida, nos da su esplendor por un breve momento y luego desaparece, dejándonos solo con el recuerdo.
Y así seguimos, en este cruce de caminos entre la luz y la oscuridad, entre el ayer y el mañana, entre lo que fue y lo que nunca será. Quizás la verdadera pregunta no sea si podemos detener el tiempo, sino si somos capaces de vivir plenamente dentro de su inevitable flujo. ¿Estamos viviendo, o simplemente pasando?
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