A propósito de que pronto me voy a graduar, quisiera compartir un texto que escribí hace tiempo intentando hacer una descripción detallada de mi colegio porque no quería olvidarme nunca de como es.
En las películas cuando las clases terminan suena un timbre muy molesto que indica a todos los estudiantes que pueden retirarse y todos esperan con ansias aquel ruido para poder partir, no quieren estar en el salón. En mi colegio es distinto, no hay timbre y cuando la clase termina el maestro se detiene, a veces nos pide nos vayamos, a veces nos vamos sin avisarle, a veces no vamos a clase.
Desde que entré hace dos años, siempre he pensado que además de ser porque no tendrían dinero para sostener un sistema de timbres en cada uno de los 9 bloques, también es porque en la vida real no pueden obligarnos a permanecer dentro del salón, en realidad ni a eso ni a nada. Me parece que asistimos a clase y nos quedamos allí dentro una hora entera por mera voluntad, porque queremos y porque en el fondo, en la vida real, si no permanecemos en ese salón, en lo que llaman futuro no vamos a caber, nos van a descartar.
A los niños que están dentro del salón de clases ansiando el timbre no los descartarán, en la vida real ellos no existen. Al menos para mí, que aún guardo en la cabeza un poco del temor disciplinario que me inculcaron cuando alguna vez fui una niña que temía al timbre (sufría al esperarlo), el permanecer en clase sin timbre, sin vigilantes en los pasillos, sin haber comido y sin lapicero morado es un gran acto de genuino interés por lo que allí dentro sucede. Incluso, el no entrar a clase es un firme recordatorio de que las decisiones se toman a solas, a veces sin la ayuda de nadie.
Puede que sea porque al final uno aprende a querer aquello con lo que convive a diario, es posible que yo crea que deseo ir a estudiar, que sienta que no sé hacer nada mejor que eso, que no tengo otro hogar que ese. Por eso quiero acordarme bien, no como cuando trato de pensar en los otros sitios y solo consigo imaginar una pared azul con gris y un reflujo en el estómago. Sobre todo, acordarme para un día poder contárselo a alguien, alguien que odie ir a estudiar. De modo que comience a buscar detalles que lo hagan amar sentarse dos horas en un puesto, verse rodeado de rejas todo el día, pasar doce horas con los mismos compañeros o verse reducido a un Bajo en rendimiento.
Procuro grabarme el mapa del colegio, la entrada con el letrero en mayúsculas que es imponente sólo para aquellos que nunca han entrado, el bloque seis en el que sentí haber pasado toda una vida pero que en realidad solo frecuenté durante año y medio, queda frente a capilla, la cual antes era un rincón perfecto para dormir y conversar pero ahora solo es una reja gris y dos escalas. El bloque uno en el que hay un segundo piso desde el que se puede ver el paradero del bus en el que espero todas las noches un Sotrames de Sabaneta amarillo y rojo (no todas porque a veces lo espero más adelante, a veces no lo espero). La biblioteca a la que en noveno asistí cuatro días cada semana, tres días las semanas con festivos, dos aquellas en las que algo salía mal, el pasillo de la misma en el que ,cuando hice mis primeras amigas, fui a explorar para pasar un descanso y encontré todos los libros de Harry Potter (que probablemente fueron donados por el Estado) entre Cincuenta sombras de Grey (que pienso que fue añadido a la estantería por alguien que evidentemente nunca lo leyó) y algún clásico que no resaltaba junto a tales títulos, recuerdo también la ventana de ese mismo pasillo.
La tienda central a la que le dicen Crem porque tal vez se llama Cremhelado y en la que increíblemente venden helados, un inemita es algo más bien sencillo; una bola de helado en cono cubierta de chocolate, mi favorito es el Joaquín; fresas con chocolate recién derretido y helado. Estando en octavo probablemente me comí unos treinta postres Joaquín, en Creme también venden helado de yogurt, ahora que estoy más grande no como ninguno, pero pienso a diario en lo rico que sería tener cinco mil pesos para ir a comprar uno de esos o alguno distinto, que tenga otro nombre.
Los rayones en los baños, los besos que hace poco alguna niña de octavo dejó marcados con labial en la pared blanca y sucia junto al espejo del baño en el 7A porque le pareció un acto muy coqueto, el tag de Samara que tiene una Hello Kitty en la punta, las frases bobas escritas en las puertas, que si la rana planificara no hubiera tanto sapo, que soy muy linda, que las de 8 – 12 son falsas y que llamen al 3125478930 si están buscando sexo. También las canecas verdes que si acaso tendrán cinco o seis desechos porque en los baños no hay papel, así que solo tiramos allí envolturas de toallas, un poco de papel que usan las que son algo delicadas o algo atentas para llevar a diario por si lo llegan a necesitar (yo llevo mucho, mis amigas se lo gastan, a veces olvido llevar), pruebas de embarazo he visto más o menos tres, niñas en embarazo una y condones igualmente uno (los demás que vi no estaban dentro de las canecas del baño). Los espejos grandes, que me hicieron sentir mayor la primera vez que me vi en uno de ellos. El escudo del nacional que está dibujado con un marcador verde en la puerta del cubículo del medio en el baño del bloque 5B y también todos los demás escudos dibujados con aerosol en los baños de hombres, lo suficientemente grandes como para verlos desde afuera.
Los pequeños huecos que había en los ladrillos viejos de la pared de atrás de pisos y que servían para fumar y guardar patas, el modo en el que se ven ahora que los taparon, el olor que persiste en ese espacio. Los tres rincones que hay allí para acostarse a dormir, a conversar o a pegarlo, los que tenían paredes naranjas y ahora son azules, o azules y ahora naranjas. Eso ya no lo puedo recordar.
El mural de los skaters de ciudad en colores rojos amarillo y verde si mal no recuerdo, ese estuvo durante casi 10 años en el bloque de artes y luego lo cambiaron por la imagen de una mujer hermosa con el cabello morado y rodeada de llamas de fuego. Las banderas de la comunidad lgbtttiq que han pintado en la parte inferior del mural, un fantasmita que resalta y varios números de teléfono.
El salón de Lucía que siempre ha sido tan insípido. El segundo piso del bloque de artes en el que queda promoción social y por alguna razón hay sillas de espera como las de un hospital, el salón de la orquesta que dirige un profesor llamado Nilson que toca de maravilla el violín y me enseñó Yesterday en un tres cuartos, el cuartico entre salones, los violines en fila, el piano que casi nadie podía tocar pero sobre el cual almorzábamos. El salón de Celina que siempre me pareció demasiado brillante y agobiante al mismo tiempo. El eco del profundo pasillo del primer piso del bloque de industriales al que voy solo cuando quiero encontrar a Adrián.
Y por último el salón de Valde donde descubrí qué era lo que realmente quería hacer con mi vida y el rincón de capilla, mi lugar seguro para siempre, donde lloré, reí y amé.
Todos esos, lugares en los que ya no existo.
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