El sol se filtraba a travĂ©s de las hojas danzantes de los árboles, proyectando sombras delicadas sobre el suelo en jardĂn de la iglesia. Un suave murmullo de agua brotaba de la fuente central, cuyas aguas cristalinas reflejaban el cielo azul, carente de nubes en ese entonces. La fuente estaba adornada con tallados intrincados de ángeles que parecĂan susurrar secretos a la brisa. A su alrededor, las flores silvestres florecĂan en un estallido de colores, meciĂ©ndose suavemente como si interpretaran una dulce danza con el viento.
Me encontraba escondido tras un seto de jazmĂn, la fragancia dulce y penetrante envolviendo mi ser. Las lágrimas caĂan por mis mejillas, creando pequeños surcos en la tierra blanda, mientras el mundo giraba indiferente a mi dolor. El jardĂn era un refugio; un rincĂłn apartado del bullicio y las burlas de los demás niños. AquĂ, las esculturas de las vĂrgenes y santos, con sus miradas serenas, parecĂan entenderme, guardando mi secreto con la misma devociĂłn que cuidaban su paz.
Mientras las lágrimas nublaban mi vista, escuchĂ© un suave crujir de hojas. La respiraciĂłn se me cortĂł en un instante, y la angustia se transformĂł en un ligero temblor de nerviosismo. Al alzar la vista, vi una figura poco familiar acercándose, sus pasos cautelosos como si temiera perturbar la quietud del lugar... Sus cabellos oscuros brillaban como el Ă©bano bajo la luz del sol, y sus ojos, de un profundo azul, reflejaban la curiosidad que sentĂa.
—Hey...— Su voz era un susurro, tan suave que casi se perdĂa entre el murmullo del agua, una voz dulce e infantil. Se detuvo a unos pasos, observándome con una mezcla de preocupaciĂłn y timidez. La distancia entre nosotros parecĂa estar cargada de un entendimiento silencioso; como si supiera que, aunque el mundo a nuestro alrededor se sumĂa en la indiferencia, nosotros compartĂamos un lazo invisible. —¿Por quĂ© lloras?— Su pregunta era simple, pero su tono estaba impregnado de una dulzura que me hizo sentir cálido.
Me quedĂ© en silencio por un momento, permitiendo que mi respiraciĂłn entrecortada se calmara. SentĂa las lágrimas aĂşn calientes sobre mis mejillas, trazando lĂneas de humedad en mi rostro. Él parecĂa un ángel, uno de aquellos tallados en la piedra que adornaban la iglesia, pero en carne y hueso.
—N-no sĂ© —mi voz saliĂł rota, apenas un hilo que el viento parecĂa querer llevarse —A veces... a veces creo que todos son tan cĂşreles.
El sonido del agua caĂa rĂtmicamente, y por un momento, todo se detuvo. Las aves se callaron, las flores se inclinaron, y el aire se volviĂł denso con la magia de nuestra conexiĂłn. Él dio un paso adelante, y el jardĂn, con sus ángeles y vĂrgenes, se sintiĂł como un refugio sagrado, un espacio donde nuestras almas podĂan encontrarse sin miedo.
—¿Te hicieron daño? —preguntĂł, con una voz suave pero firme, como el mismo murmullo del agua en la fuente. Su mirada, aunque llena de timidez, no esquivaba la mĂa.
NeguĂ© lentamente, mientras mi cuerpo temblaba. No era verdad realmente, me sentĂa muy lastimado por dentro. Sin decir nada más, el pequeño se agachĂł a mi lado, con movimientos lentos y calculados, como si no quisiera asustarme. Me cubriĂł con una manta que traĂa consigo, envolviendo mi cuerpo tembloroso en un gesto cálido.
—No pasa nada... te puedes quedar conmigo.
Mi corazĂłn dio un vuelco. Su cercanĂa, su presencia, todo en Ă©l me transmitĂa una calma que no habĂa conocido antes. Mi pecho subĂa y bajaba en respiraciones desiguales, pero sentĂ que, de alguna manera, podĂa confiar en Ă©l.
—¿De... de verdad? —Mi voz tembló con un eco de esperanza rota—. Y-yo... yo quiero quedarme...
—Nos quedamos entonces —murmurĂł Ă©l, pasando sus dedos, pequeños y cálidos, por mi mejilla, limpiando las lágrimas que aĂşn caĂan. Su tacto era delicado y cuidadoso.
Me abrazĂł un poco, acurrucándose suavemente contra mi, no dudĂ© un segundo en devolver el gesto, abrĂ mis brazos y lo recibĂ, tapándolo de manera suave con la misma manta que Ă©l habĂa asentado sobre mi cuerpo.
Se aferrĂł un poco más, acurrucándose contra mĂ con un gesto tan natural que apenas me di cuenta de que ya habĂa correspondido el abrazo, envolviĂ©ndolo a Ă©l tambiĂ©n en mis brazos. SentĂ el calor de su cuerpo pequeño contra el mĂo, y por primera vez en mucho tiempo, no me sentĂ solo.
—¿Quién eres...? —pregunté, entre sollozos débiles que aún brotaban de mi garganta—. Nunca... nunca te vi con los otros niños.
Su mirada vacilĂł por un segundo antes de responder, como si no estuviera seguro de cuánto debĂa contarme.
—Mi papá no me deja salir... dice que hay muchos niños malos afuera... —dijo, en un tono apagado, sin atreverse a mirarme directamente.
Sus palabras resonaron en mĂ de una manera extraña, como si Ă©l tambiĂ©n conociera algo de la tristeza que yo sentĂa. Me preguntĂ© quĂ© tipo de niño podĂa estar tan aislado, escondido como yo, pero en una soledad mucho más profunda, impuesta por alguien más.
—DesearĂa que mamá me hubiera explicado eso. —susurrĂ©, desviando la mirada hacia la fuente que seguĂa con su incesante murmullo. El agua que caĂa era como el tiempo, constante, pero incapaz de borrar del todo el dolor—. Tu papá no está equivocado...
—Lo sĂ©... —ReplicĂł, acariciando mi cabello en un gesto de consuelo.Â
Nos quedamos asĂ, en el refugio del jardĂn, rodeados por el susurro del viento entre los árboles. SabĂa, aĂşn sin conocer su nombre, que Ă©l era especial. Un chico que, como yo, buscaba algo de consuelo en un mundo que tantas veces se volvĂa cruel y opresivo. HabĂa algo en su presencia que hacĂa que el peso en mi pecho se volviera un poco más liviano.
DĂas despuĂ©s, empecĂ© a frecuentar más el jardĂn. El niño se llamaba Cyrius, hijo del sacerdote de la iglesia, un hombre que siempre parecĂa estar envuelto en sombras, con una mirada que helaba la piel. Cada vez que hacĂa contacto visual con Ă©l, un escalofrĂo corrĂa por mi espalda, y mis ojos buscaban refugio en el suelo. No podĂa mantenerle la mirada por más de un segundo.
Cyrius, en cambio, era todo lo opuesto a su padre. Era cálido, dulce, y siempre atento. Jamás me juzgaba como lo hacĂan los demás. Él no veĂa en mi voz aguda ni en mi forma delicada y quizá algo femenina de ser una debilidad o un motivo de juicio. Donde otros veĂan algo diferente, Ă©l veĂa belleza. Mientras los niños y hasta algunos adultos se mofaban de mis lágrimas o de la manera en que me movĂa, Cyrius me observaba como si esas fueran las cosas más hermosas del mundo. Era como si, en sus ojos, esas peculiaridades me volvieran Ăşnico, y a veces, jurarĂa que incluso las encontraba encantadoras.
Una mañana, muy temprano, me escabullĂ de casa mientras mamá seguĂa profundamente dormida. El silencio de la mañana estaba solo roto por los suaves murmullos que me rodeaban, algo me llamaba la atenciĂłn entre los arbustos cercanos. Los sonidos eran delicados, casi imperceptibles, pero con cada paso que daba, se hacĂan más claros. Pronto me di cuenta de que lo que escuchaba era un dĂ©bil maullido, como un lamento.
Entre las sombras del follaje, encontrĂ© un pequeño gatito blanco, sucio y tembloroso, acurrucado en el frĂo. Su patita estaba herida, y el pobrecito no dejaba de quejarse. Su pelaje era tan blanco como la nieve reciĂ©n caĂda, y tan esponjoso que parecĂa una nube que habĂa caĂdo del cielo. LevantĂ© al animalito con mucho cuidado, su cuerpo temblaba en mis manos como si estuviera asustado y dolorido a la vez. Su separaciĂłn de su madre y hermanos era evidente en el modo desesperado en que se acurrucaba contra mi pecho.
CorrĂ hacia casa, pero al llegar, me di cuenta de que no quedaba leche para darle. Con el felino aĂşn en mis brazos, tomĂ© una decisiĂłn rápida: caminar hasta la iglesia. SabĂa que allĂ encontrarĂa ayuda. Al llegar, toquĂ© la puerta y fue VĂctor, el sacerdote, quien me abriĂł. Ya me conocĂa; era el Ăşnico amigo de su hijo. Su rostro, sin embargo, siempre era el mismo: serio, frĂo, impenetrable. Sus ojos me miraron con un desprecio silencioso que siempre me hacĂa sentir pequeño, como si mi sola presencia fuera un estorbo.
Sin decir una palabra, VĂctor se dio la vuelta y llamĂł a Cyrius. No pasĂł mucho tiempo antes de que el niño apareciera, corriendo por el pasillo con una emociĂłn desbordante. AĂşn llevaba en sus manos su corderito de peluche, su favorito, apretándolo contra su pecho como si fuera un tesoro. Su rostro se iluminĂł al verme y, antes de decir nada, me abrazĂł con fuerza.
 —¡Elion! — exclamó apretándome en sus brazos—. ¡¿Y este gatito?!—preguntó al notar al pequeño felino en mis manos. Sus ojos brillaban con curiosidad.
—Lo encontré solito cerca de mi casa... tiene su patita herida... —dije, señalando la pequeña pata herida del gatito.
Cyrius, con cuidado, posĂł su mano bajo la barbilla del animalito y lo acariciĂł con la misma suavidad con la que solĂa consolarme a mĂ. El gatito, en respuesta, ronroneĂł dĂ©bilmente, como si, por un instante, supiera que habĂa encontrado un lugar seguro.
—¡Ven, vamos a darle de comer! —dijo Cyrius, casi saltando de emociĂłn mientras me tomaba de la mano. Sus dedos eran cálidos, suaves, y al contacto, sentĂ un pequeño cosquilleo que me hizo sonreĂr sin darme cuenta.
Caminamos juntos hacia la pequeña cocina detrás de la iglesia, nuestras manos aĂşn entrelazadas como si fuera lo más natural del mundo. A veces, nuestros hombros se rozaban y, cada vez que lo hacĂan, ambos sonreĂamos por lo bajo, sintiendo cĂłmo un calor dulce nos subĂa por el pecho.
—¿Crees que le gustará la leche? —pregunté, sosteniendo al animalito con cuidado mientras Cyrius buscaba una taza.
—Seguro que sĂ, ¡tiene que estar hambriento! —respondiĂł, colocando la taza en la mesa. VertiĂł un poco de leche fresca con torpeza, derramando algunas gotas en el proceso. Eso nos hizo reĂr de nuevo, como si el simple hecho de estar juntos hiciera que todo fuera más divertido.
ColoquĂ© al gatito suavemente en la mesa, quien olisqueĂł la leche antes de lamerla con su lengua rosada. Cyrius y yo nos arrodillamos para verlo de cerca, apoyando nuestras cabezas juntas sin darnos cuenta, mientras observábamos cĂłmo bebĂa ansiosamente.
—¡Mira cĂłmo bebe! —susurrĂł Ă©l, sus ojos brillaban con esa luz inocente que siempre hacĂa que todo alrededor se sintiera menos pesado.
—SĂ, es tan pequeñito... —respondĂ yo, sintiendo mi corazĂłn acelerarse un poco. Me di cuenta de que nuestra cercanĂa era diferente, pero no sabĂa exactamente cĂłmo explicarlo. SentĂa sus cabellos rozar mi mejilla, y ese simple contacto hacĂa que el latido en mi pecho se hiciera más fuerte, más evidente.
Después de que el gatito terminó de beber, Cyrius me miró con una sonrisa llena de emoción infantil.
—Tenemos que curarle su patita... —dijo mientras buscaba una caja que usaban para primeros auxilios. Trajo una venda y un frasco de alcohol.
—Tienes que ser cuidadoso, no quiero que le duela... —le advertĂ, con una mezcla de preocupaciĂłn y ternura mientras lo observaba mojar un paño en el alcohol.
—No te preocupes, lo harĂ© despacito. —Cyrius se acercĂł, sus manos temblando ligeramente debido al pulso, y empezĂł a limpiar la herida del gatito con tanto cuidado que incluso me hizo sonreĂr.Â
El pequeño felino soltó un leve maullido, pero no se quejó demasiado. El pelinegro terminó de vendarle la patita con una precisión sorprendente para su edad.
—Listo, está como nuevo —dijo con una sonrisa triunfante.
—Eres muy bueno en esto —le respondĂ, y cuando nuestras miradas se cruzaron, sentĂ esa sensaciĂłn extraña pero dulce en mi pecho otra vez. Me reĂ nervioso, y Ă©l hizo lo mismo.
—Ahora necesitamos hacerle una cunita. —dijo, casi sin darme tiempo de responder, corriĂł hacia una pequeña habitaciĂłn al fondo de la iglesia. Lo seguĂ, mi corazĂłn latiendo cada vez más rápido, sin saber si era por la emociĂłn o por estar cerca de Ă©l.
Cyrius regresó con una caja de madera y un pequeño trapo que usaba como manta para su amado corderito.
—¡Mira, con esto estará cĂłmodo! —exclamĂł con esa energĂa contagiosa que siempre lograba sacarme una sonrisa.
Ambos doblamos el trapo con cuidado y lo colocamos dentro de la caja, haciendo una especie de cunita improvisada para el gatito. Cuando lo depositamos suavemente sobre la manta, el animalito se acurrucĂł casi de inmediato en una esquina de la caja, cerrando sus ojos con un suspiro de alivio.
—Parece un bebĂ© —murmurĂł Cyrius, mirándolo con una ternura tan grande que me hizo reĂr.
—SĂ... nuestro bebĂ© —respondĂ en tono de broma, pero cuando me di cuenta de lo que habĂa dicho, sentĂ cĂłmo mis mejillas comenzaban a arder.
Cyrius me mirĂł por un segundo, y ambos comenzamos a reĂr. Nuestras risas eran suaves, casi como un susurro entre las paredes de la iglesia vacĂa.
—Tienes razĂłn... —susurrĂł, bajando la mirada por un instante antes de rozar mi mano con la suya. Ese pequeño toque hizo que una corriente cálida recorriera mi brazo. No dijimos nada más, pero no hacĂa falta. SabĂamos que algo estaba cambiando entre nosotros, algo que no entendĂamos del todo, pero que hacĂa que el latido de nuestros corazones se sintiera más fuerte, más vivo.
Nos quedamos allĂ, arrodillados junto a la cajita donde el gatito dormĂa, compartiendo sonrisas y esos pequeños roces que nos hacĂan sentir un poco más cerca el uno del otro. Era como si en esos momentos todo el mundo exterior desapareciera, dejándonos solo a nosotros y ese pequeño ser al que habĂamos salvado juntos.
Más tarde, el sol comenzaba a descender de su punto mas alto, bañando el pueblo en un suave tono naranja. Cyrius y yo estábamos sentados en el suelo de la iglesia, rodeados de flores silvestres que habĂamos recogido en el jardĂn. El pequeño gatito, que ahora era nuestro tesoro, jugueteaba a nuestros pies, persiguiendo una hoja que se movĂa al compás del viento.
—Mira, Cyrius, ¡le gusta! —exclamé, riendo mientras el gatito intentaba atraparla.
Cyrius sonriĂł. Pasamos la mañana entre risas y juegos, cuidando del gatito y explorando el pequeño jardĂn de la iglesia.
Justo cuando el sol alcanzaba su punto más bajo, Hanna, mi madre, apareció en la puerta, su cabello albino brillando con la luz del atardecer. Llevaba una bandeja con galletas recién horneadas y una jarra de limonada fresca.
—Hola, pequeños aventureros —dijo con una voz dulce y alegre—. ¿Qué están haciendo aqu�
—¡Mira, mamá! —grité mientras le mostraba al gatito—. ¡Encontramos un bebé!
Hanna se acercĂł y se agachĂł, acariciando al animalito con ternura.
—Es tan lindo. ¿Cómo lo llamaron?
—No lo hemos nombrado aĂşn. —respondiĂł Cyrius con una sonrisa tĂmida.
—¡Yo tengo un nombre! —exclamé, levantando ambas manos—. ¿Qué tal Copito de Nieve?
—¡Es muy lindo! —replicó Cyrius inmediatamente, mirando hacia mà como si buscara mi aprobación.
Mamá rió suavemente y, al levantar la vista, notó la conexión especial entre nosotros, en la forma en que nos mirábamos.
—¿QuĂ© les parece si llevamos a Copito a casa y organizamos una pijamada? —sugiriĂł. Ambos niños comenzamos a saltar de alegrĂa.
—¡SĂ, por favor! —gritamos al unĂsono.
—Es una gran idea. —Hanna se puso de pie, mirando a Cyrius—. ¿Está bien para ti, mi niño?
MirĂ© a mi contrario, que parecĂa un poco dudoso.
—Podemos pedirle a tu papá —le dije, queriendo asegurarme de que todo estuviera bien.
Él asintió, y mamá se dirigió a hablar con su padre. Después de unos minutos, volvió con una gran sonrisa en el rostro.
—Todo está arreglado. Vengan, vamos a casa —anunció mientras nos tomaba de las manos.
La tarde se desvaneció mientras llegábamos a mi hogar. Cuando entramos, el aire se llenó con el aroma a pan recién horneado.
—¿Qué haremos primero, mamá? —pregunté emocionado.
—Primero, encendamos el fuego. —Hanna sonrió—. Asà podremos cocinar algo delicioso para la cena.
Cyrius y yo nos pusimos a trabajar, recolectando leña y encendiendo el fuego. Fue un momento divertido mientras competĂamos para ver quiĂ©n podĂa hacer la mejor chispa.
—¡Mira! —gritĂ©, mientras el fuego comenzaba a crepitar despuĂ©s de la mĂa.
—¡Eso es increĂble, Elion! —exclamĂł Cyrius, sus ojos brillando de emociĂłn.
Después de encender el fuego, ayudamos a Hanna a preparar la cena. Mientras cortábamos verduras para la sopa, mi madre nos contaba de su infancia.
—Cuando era pequeña, solĂa hacerle a mi mamá una sorpresa de cena —comenzĂł, con una mirada nostálgica—. Una vez, intentĂ© hacer una tarta, pero se me quemĂł. ¡La cocina oliĂł a humo durante dĂas!
Ambos nos reĂmos mientras ella continuaba relatando historias de su niñez. Finalmente, la cena estuvo lista y nos sentamos a la mesa, disfrutando de la comida juntos. Copito, que habĂa encontrado su lugar en el regazo de Cyrius, tambiĂ©n parecĂa disfrutar de la velada.
—¿Y tú, Cyrius? —preguntó Hanna, dirigiendo su atención al niño—. ¿Cuál es tu recuerdo favorito?
Cyrius se quedĂł en silencio por un momento, y yo pude ver que su mente viajaba lejos.
—No lo sé... —respondió finalmente, con una voz suave—. No tengo muchos recuerdos felices.
Su respuesta hizo que un silencio pesado se instalara en la mesa. Mamá lo mirĂł con ternura, y yo sentĂ un nudo en el estĂłmago. QuerĂa que Cyrius supiera que aquĂ, en esta casa, siempre habrĂa un lugar para Ă©l.
Cuando la cena terminó, Hanna nos mandó a los niños a lavarnos las manos y prepararnos para dormir.
—¡Pero queremos quedarnos despiertos más tiempo! —protesté.
—Lo sé, pero necesitan descansar para jugar mañana, si hacen caso los llevaré al prado en la mañana ¿vele? —respondió con una sonrisa, acariciando mi cabello, asentà en respuesta.
—¿Podemos dormir juntos? —preguntó Cyrius, y mi corazón se llenó de calor al escuchar su deseo.
—Por supuesto, solo si prometen no hacer ruido —dijo Hanna, guiándonos hacia el cuarto.
Una vez en la cama, me acurruqué cerca de Cyrius, sintiendo la calidez de su cuerpo. La noche avanzaba, y el mundo exterior se tornaba silencioso.
—Gracias, Elion... te quiero —susurró Cyrius mientras cerraba los ojos.
—Te amo... —respondĂ, deseando que esta amistad nunca se desvaneciera.
Y asĂ, bajo el suave resplandor de la luna, me quedĂ© dormido, rodeado de su amor.
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