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Un paciente yace en una camilla de hospital, los ojos vacíos y sin expresión, un rastro de sangre seca marcando el recorrido desde las sienes hasta las mejillas. El procedimiento de lobotomía ha dejado dos pequeños agujeros en la parte delantera del cráneo, justo sobre las cuencas de los ojos. Los bordes de estos agujeros están enrojecidos e inflamados, signo de una infección avanzada.

El cerebro, expuesto a través de estas perforaciones, muestra signos de necrosis. Las áreas afectadas tienen un color marrón oscuro, contrastando con el tejido cerebral sano que aún conserva un tono gris rosáceo. Una sustancia viscosa y de olor nauseabundo supura de los agujeros, una mezcla de pus y tejido cerebral en descomposición. La piel alrededor de las heridas está pálida y sudorosa, salpicada de pequeñas manchas de sangre coagulada.

En la parte trasera del cráneo, el cuello del paciente muestra signos de rigidez cadavérica, y la piel presenta un tono amarillento, sugiriendo el inicio de la descomposición post mortem. Un charco de líquido amarillento se ha formado debajo de la cabeza, mezclado con la sangre oscura que gotea lentamente de las heridas craneales.

El ambiente alrededor del paciente está cargado de un hedor fétido, una mezcla de sangre, pus y el característico olor a muerte. Las moscas se agolpan alrededor de las heridas, atraídas por el olor de la carne en descomposición.

En el monitor de signos vitales, una línea recta indica la ausencia de actividad cardíaca. El equipo médico, visiblemente afectado, observa impotente, sabiendo que la intervención no solo falló en su propósito terapéutico, sino que condenó al paciente a una muerte lenta y dolorosa.


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